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RELATO: SILENCIO

Él no sabía qué hacer para calmarla. Notaba cómo le temblaban las manos, y como se agarraba una con la otra intentando disimularlo. Se levantaba de la silla, daba tres vueltas al pasillo y regresaba a su lado. Suspiraba, tomaba una revista, la ojeaba, la volvía a dejar, y vuelta al ciclo: se levantaba, dos vueltas y así, durante más de 30 minutos. Pero eso no era lo peor, lo más insoportable era el silencio. Ninguno de los dos se animaba a hablar, ella porque temblaba tanto que no podía articular palabra, y él porque simplemente no sabía qué decir. ¿Qué podría decir en un momento como este? sea lo que sea que dijera, en nada contribuiría, no dependía de él, no dependía de ellos. “¿Y si la abrazo?” se preguntaba. No quiero parecer que le consuelo, sería asumir que no ha salido bien, pero tampoco quiero actuar de modo positivo, optimista, porque sería darle unas esperanzas que luego pueden jugar en nuestra contra si todo sale mal. ¿¡Dios! pero y ¿cómo voy yo a calmarla si ni yo mismo se como calmarme? No se que vamos a hacer si esta vez no funciona. Ya no tengo dinero, y ella, se vendrá abajo, no soportaría verla sufrir, y yo, yo también sufro, yo también lo deseo con toda el alma, pero tengo que ser fuerte por ella. ¡Me necesita!

Él no sabía qué hacer para calmarla. Notaba cómo le temblaban las manos y cómo se agarraba una con la otra intentando disimularlo. Se levantaba de la silla, daba tres vueltas al pasillo y regresaba a su lado. Suspiraba, tomaba una revista, la ojeaba, la volvía a dejar y vuelta al ciclo: se levantaba, dos vueltas y así, durante más de treinta minutos. Pero eso no era lo peor: lo más insoportable era el silencio. Ninguno de los dos se animaba a hablar; ella porque temblaba tanto que no podía articular palabra, y él porque simplemente no sabía qué decir. ¿Qué podría decir en un momento como ese? Sea lo que fuera que dijera, en nada contribuiría; no dependía de él, no dependía de ellos.

—¿Y si la abrazo? —se preguntaba—. No quiero parecer que le consuelo; sería asumir que no ha salido bien. Pero tampoco quiero actuar de modo demasiado optimista, porque sería darle esperanzas que luego podrían volverse en nuestra contra si todo sale mal. ¡Dios! ¿Y cómo voy yo a calmarla si ni yo mismo sé cómo calmarme? No sé qué vamos a hacer si esta vez no funciona. Ya no tengo dinero, y ella se vendrá abajo; no soportaría verla sufrir. Yo también sufro, yo también lo deseo con toda el alma, pero tengo que ser fuerte por ella. ¡Me necesita!

Ella solo se obligaba a ser positiva.

—Saldrá bien, ya verás —se decía—. Esta vez no puede fallar. Y si no, pues nada; no lloraré. Quizás es mi destino, y punto. No lloraré, seguiré mi vida, pase lo que pase.

Sentía cómo le tiritaban los huesos por dentro; era una lucha entre el deseo y el temor, entre fortaleza y quiebre. Dos posibles destinos para una misma persona, ¿cuál de los dos sería el más intenso?

—Y yo soy quien lleva la peor carga —decía ella—. A él parece que no le importa nada; ya está claro que todo esto es por mí. Será mi culpa pasar por esta pena; si fuera por él, se podría haber ahorrado verse en esta situación. Pero ya está: lo asumo, sea lo que sea, lo asumo.

Ambos esperaron, ansiosos, cada uno con sus miedos y su pena dentro. Cada tic tac del reloj dibujaba un futuro: uno glorioso, completo de felicidad; el otro, un porvenir sumido en la derrota, en el vacío.

—Señor y señora González, pueden pasar.

Tomaron asiento sin decir palabra. Uno se confió en la cortesía del otro, y al final ganó el silencio.

—Pues bien —dijo el profesional—, no voy a dar muchos preámbulos. Sé que ustedes solo buscan una respuesta, y no aguardaré más para darla: la FIV ha sido un éxito. Loraine, estás embarazada.

Desde ese momento la vida de ambos cambió. Ya no volvió a haber silencio. Volvieron a visitarme en tres ocasiones: la primera y la segunda, cada uno por separado, para darme la noticia y contarme cómo habían vivido la experiencia; la tercera y última, ambos, para decirme que ya no precisaban mis servicios como psicólogo, despedirse y agradecer la ayuda emocional brindada en aquellos momentos de incertidumbre. Aunque sí he tenido noticias suyas en los últimos años, gracias a alguna llamada, una postal de Navidad o por boca de Susan, la paciente que les recomendó mi consulta.

En mi profesión, lo más común es precisamente esto, Laia. Acompañas a las personas justo cuando están más confundidas y, una vez ordenan las piezas, no las vuelves a ver. Eso te tranquiliza porque sabes que es porque están bien, hasta que otra vez algo amenaza con dejar de ir “perfecto” en su vida o en la de un ser querido. Cuando asaltan dudas, temores o penas que no saben manejar, recurren a mi consulta buscando una explicación a ese sentimiento que no saben expresar, o a entender un comportamiento propio o ajeno. Ellos no fueron la excepción. Acudieron a mí para canalizar toda esa amalgama de emociones: miedos, alegrías, esperanzas y, sobre todo, angustia. Y cuando por fin llegó a sus vidas la pieza que les faltaba —ser padres—, no necesitaron nada más para ser felices.

Y para finalizar, y poder comenzar la consulta, te diré que en mis treinta años de carrera no he tenido pacientes con más ganas por ser padres que los tuyos, Laia. Así que cuéntame: ¿por qué dices que te odian? 

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